martes, noviembre 21, 2017

LEF: EL APOCALIPSIS DEL FUTURISMO RUSO

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La perspectiva que dicta este título nace de la inquietud de reconocer en los 5 años de trayectoria de esta revista un momento particularmente signado, en que un objeto difuso logra su máximo despliegue, exposición y autorreconocimiento, en gran medida retrospectivamente y cuando está al borde no solo de su propia extinción, sino que de la extinción de las posibilidades en que podía existir. Lo que llamamos futurismo ruso desde el día de hoy solo puede concebirse en plenitud, diríamos, después y a través de LEF.

El vago origen de lo que llamamos futurismo ruso es efectivamente una suerte de rompecabezas, lo que ha hecho extremadamente difícil la reconstrucción de cada hecho que lo constituye como fenómeno. Pongamos, por ejemplo, el problema de su punto de partida. Este dependerá de quién sea el que rescate los hechos años después, especialmente en la época de las defensas y justificaciones ante el poder soviético, y de cómo se entienda la noción de futurismo -como estilo, escuela literaria, tendencia, movimiento o actividad propiamente vanguardista. Así, tenemos varias fechas: la versión definitiva del poema Zoológico, de Velimir Jlébnikov, en 1909, el cual no alcanza a publicarse en la revista simbolista Apollón, dirigida por el poeta Nikolay Gumilyov; la publicación a inicios del año 1910 del poema Encantamiento por la risa, del mismo autor, en el almanaque Estudio de los impresionistas; la publicación de los veinte ejemplares del almanaque Trampa para jueces, inicio de la agitación cultural en el plano editorial de David Burlyuk, el mismo año, en que efectivamente ya aparecen una serie de nombres fundamentales para el desarrollo literario de lo que se conocerá como vanguardia futurista; el segundo almanaque publicado por Burlyuk en 1912, en mejores condiciones de distribución, La bofetada al gusto público, en que ya se aprecia una voluntad compacta de manifiesto, con clara influencia del movimiento italiano, y que en rigor corresponde no a uno del futurismo, sino del grupo Hylaea (recién acá se nos aparece Mayakovskii).

En este lapso de tres años que llega a 1912, el grupo Hylaea desarrolla una conciencia propia de su labor: el rechazo violento de la tradición clásica rusa, el afán de investigación en nuevas posibilidades sonoras y de sentido atreviéndose a ver esta experimentación como un tema técnico, cuando no científico (esto particularmente por Velimir Jlébnikov y Alexey Kruchyónyj en una serie de manifiestos teóricos), la opción por el primitivismo como medio de diluir la adscripción a una tradición occidental europea rastreando en el lenguaje una diferenciación eficiente del arte ruso con respecto a Europa; y una profunda relación con las últimas tendencias del arte visual, particularmente el cubismo; como consecuencia de lo anterior, su enfoque está puesto en el reordenamiento razonado y técnico de los elementos materiales en nuevas formas tras la destrucción activa de las antiguas. Vemos que no suena de manera tan exacta a lo que conocemos como el futurismo italiano: el término futurismo ruso, en sentido estricto, no es evocado en ningún momento por este colectivo, sino hasta después que otro grupo de poetas, encabezado por Ígor Severyanin, lanzan a la publicidad su Academia de Egofuturismo, a inicios del año 1912, caracterizada por el uso del efecto sorpresivo, la preeminencia de la inspiración por sobre la razón, un ostentoso cosmopolitismo, la afirmación del yo en una hipóstasis trascendente, influenciada fuertemente por el movimiento teosófico, y una consciente parodia del simbolismo decadentista que llega a ser extremadamente lúdica, incluyendo elementos exóticos como el orientalismo y un permanente elogio al placer de la vida moderna, más que a la técnica, a la guerra o la capacidad destructiva, que es el caso italiano. No obstante esto último, este grupo de poetas es el que, en un sentido efectivo, acoge en forma abierta al menos parte de la doctrina futurista italiana, no solo manteniendo correspondencia, sino que destacando la relevancia de la figura de Marinetti dentro del medio ruso hasta la definitiva disolución de este grupo en 1914 -dos años después- tras el intento frustrado de constituir una doctrina coherente.

Es en una suerte de paradójica reacción ante esta abierta adscripción “infiel” a un movimiento extranjero, que el grupo Hylaea empezará a ostentar, desde 1913, en el almanaque La luna reventada, el término futuristas, y más precisamente cuando necesiten remarcar la diferencia, cubofuturistas, coincidiendo con el inicio de una actividad pública abiertamente provocadora que recuerda, esta sí, a la agitación de Marinetti y su movimiento, con un programa de lecturas y actos poéticos, extensísimo en tiempo y geografía, utilizando la calle y ostentando vestuarios, maquillaje y comportamientos escandalosos; Hylaea llegará hasta la creación de una ópera en 1914, La victoria sobre el sol. El surgimiento de otras tendencias artísticas organizadas, como el acmeísmo, es el que llega al fin, a fuerza de diferencia, a definir algo así como un futurismo ruso en el imaginario público, con Vladímir Mayakovsky convertido en la figura central del movimiento, proponiéndose a sí mismo en textos y en escena como paradigma de una nueva conciencia estética que opone violentamente al artista futuro -un agente técnico, racional y cuya mayor pasión es personificar la voluntad de cambio histórico- con la chatura de una vida material indigna de ser vivida -un presente que contiene aun al pasado muerto, amenazante para el artista incluso desde la misma intimidad que le acecha a través de los viejos sentimientos que este ya no debería sentir. Esta tensión, tanto a nivel de forma como de contenido, engendra el particular sentido de la violencia en la expresividad del futurismo ruso, la que más que desorganizar de modo anárquico, produce una dirección explosiva de la energía que posibilita la composición eficaz de los materiales. Dicho de otro modo, en palabras de Kruchyónyj, conocemos los rayos de la locura mejor que Dostoyevsky y Nietzsche, pero aquellos no nos tocarán jamás (en el libro La poesía de Mayakovsky, de 1914).  

Con todo, los pocos caracteres comunes, más bien superficiales, entre Hylaea y el Egofuturismo se asentarán dentro del ámbito literario ruso como rasgos de la literatura futurista: el uso casi sistemático del neologismo, la búsqueda de lo nuevo y actual por sobre la tradición, y el desprecio al burgués desde la conciencia artística, o para ser más preciso, el desprecio a su byt.

Este término byt, proviene del verbo byt’, ser y estar, y quiere denotar lo establecido, o para ser más amplio y preciso, las costumbres cotidianas y aceptadas, lo cotidiano, aquello que se espera que debe ser. Sobra decir que este rechazo desdeñoso había sido característica constitutiva de la conciencia artística en la modernidad -no olvidemos que el “complejo futurista” conformado por Hylaea, el Egofuturismo y toda una serie de grupos de existencia efímera que se sienten más o menos cerca de esta renovación estética, no pueden evitar tener sus raíces en el simbolismo decadentista francés, de potentísima influencia en Rusia-, mas si bien es característica, el desde dónde se dirige la mirada desdeñosa sí que tiene poderosas consecuencias. En esto, resulta fundamental la comprensión de Jlébnikov, David Burlyuk y el ahijado artístico de este último Vladímir Mayakovsky, con respecto a qué exactamente los separa de ese modo de vida normal: ya no es la torre de marfil del artista incomprendido, sino la conciencia de un desfase de la cultura artística y social de su país con respecto a un momento histórico que demanda una nueva noción no tan solo de la relación de arte y vida, sino de cada uno de los extremos de la ecuación: una nueva noción del hombre-artista y una nueva noción de la vida social, nuevos horizontes para el cambio de percepción y registro estético. Sea la eslavofilia como destino de Jlébnikov, o el más indefinido -y por lo mismo más puro- ímpetu iconoclasta y desgarrado del Mayakovsky prerrevolucionario, o el fuerte y precursor acento en la investigación lingüística como medio de descubrir el horizonte de una nueva cultura nacional de Kruchyónyj, el inconformismo de los cubofuturistas llega mucho más lejos y más profundo que una simple pose paródica; y en esto hay que poner atención, ya que desde la emergencia del fenómeno que podríamos llamar futurista desde el año 10 a la revolución de 1917 hay tan poco tiempo como para que esta oposición entre arte nuevo y vida vieja adquiera, antes de cualquier teorización y reflexión mayor, perfiles críticos que van a hacer tambalear toda la incipiente base conceptual de esta escuela artística. Esto porque, si era difícil que estos autores, en un medio cultural tan incipiente y atrasado de un país agrario con una amplia mayoría analfabeta, sin poder jamás tener una revista periódica más allá de los almanaques y sin real acceso o apoyo de medios de prensa, lograran efectivamente espantar al burgués, serán otros los que no solo le espantarán, sino que aplicarán sistemática y extensivamente contra este viejo enemigo de la vanguardia artística la variable político-científica del vanidoso épater: el terror.


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Resulta una ficción agradable imaginar que Lenin fuera más allá de las relaciones ajedrecísticas con sus vecinos del Cabaret Voltaire, y se impregnara del espíritu de franca y festiva desmoralización, antibelicismo y libertad frenética que se respiraba allí; si lo vemos mejor sabemos bien que a su psicología aquello simplemente “no le podía entrar”. La desmoralización que sí le interesaba, de seguro, era la de Rusia, en que la historia le estaba pasando la cuenta ese año de 1916 a una estructura social, política y económica que 11 años antes ya había mostrado grietas que solo esperaban el terremoto de la guerra para echarla abajo. La deserción de los soldados y marinos, en vistas a una inminente derrota en el frente, por un lado, y a la agitación en pro de democracia y derechos sociales y económicos, termina desencadenando la ya conocida doble revolución, a la que llegará Lenin para esperar la oportunidad de lograr la ansiada toma del poder, una acción que en su mirada implicaba algo más que un simple cambio de giro de la monarquía hacia una democracia a la europea, sino que una revolución como la que jamás antes viera la historia del mundo moderno.   

Aclaremos: a Lenin le interesa ese desorden de 1916, pero no porque signifique el paso inminente a una libertad y una democracia dictadas por un idealismo bienintencionado, y no es que este movimiento irruptivo le guste en ningún ámbito. El programa político que ha desarrollado a través de su partido bolchevique no tiene nada de idealismos, y surge de un hilo del corpus de Marx que los partidos marxistas europeos consideraban inaplicable por lo inaudito: la instalación de una dictadura del proletariado, a través de un partido de masas, que destruyese hasta su base las instituciones burguesas y las relaciones de propiedad a través de la movilización social y el terror estatal, construyendo seguidamente una estructura socialista férrea bajo cuyo seno se desarrollase una nueva concepción de justicia social y de desarrollo de la producción, una nueva sociedad, que solo se relacionaría con las sociedades que le anteceden en relación de analogía.

El futurismo que llega a la revolución de Octubre tiene poco que ver con el impetuoso empuje que reseñábamos, del año 1914. Ya al año siguiente, 1915, el futurismo es una tendencia literaria más, y cada uno de sus autores va tomando caminos separados, algunos irreconciliables. Ya nadie se espanta ante lo que va dejando de a poco de ser una extravagancia literaria para ser objeto de crítica especializada, estudio académico, parodia folletinesca o, lo que es peor en este contexto, una tendencia artística legítima y respetada socialmente. En diciembre de 1915, el mismo Mayakovsky dirá ácidamente que “el futurismo ha muerto”, pero que en este mismo momento ha alcanzado su victoria, al permear, de una u otra forma, toda la vida cultural de Rusia y haber llegado para quedarse. El ensayo de esta cita, atrabiliario y rabioso, se llama Una gota de alquitrán, y aparece en un folleto misceláneo de poemas, artículos y grabados llamado TOMADO, que en el mes de diciembre aparece gracias al auspicio de un joven Osip Brik, recién recibido de leyes, y que ya había hecho servicios de editor ese año para el poema La nube en pantalones, de honda importancia al llevar a Mayakovsky a ser un autor respetable y admirado más allá de su adscripción futurista, al tiempo que lo consagra como el poeta futurista. El impacto es fundado tanto en los valores formales -un verso ruso absolutamente renovado, que ha pasado de la experimentación a la aplicación de su ventaja expresiva- como en su tema: la tragedia del poeta ante un mundo fundado en el absurdo y la represión del deseo.

Osip Brik, por otro lado, un hombre racional y estudioso, va a ser introducido por Mayakovsky y el joven Víktor Shklovsky, asistente editorial en el trabajo de La nube…, al mundo de los estudios literarios, en los que, de manera insólita, ya se destaca el año 1916 como miembro y editor de la recién creada Sociedad para el estudio de la lengua poética, nacida en buena parte desde las intuiciones de los cubofuturistas como Jlébnikov y Kruchyónyj.

Al producirse la toma del poder bolchevique, Anatolii Lunacharski, el comisario de Ilustración del nuevo régimen debe tomar comunicación con la Unión de Trabajadores Culturales creada en marzo de 1917 por una enorme y representativa asamblea de artistas que van desde el conservadurismo hasta los anarquistas: el mediador será nada menos que este joven Osip Brik. No es raro este especial y estratégico nombramiento, ya que el delegado escogido por los escritores de toda Rusia en el consejo general de esta Unión es nada menos que su amigo y casi hermano Vladímir Mayakovsky.   

Esta mediación será el inicio de la cadena de acontecimientos que lleva a la creación de la revista LEF en 1923, un año después de la muerte precaria del precursor Jlébnikov y dos años después del inicio del terror sistemático contra la intelectualidad prerrevolucionaria con el proceso del Centro Táctico y el fusilamiento del poeta acmeísta Nikolay Gumilyov, esposo de Anna Ajmátova. Para ese momento el futurismo se ha convertido en una suerte de denominación general para el arte vanguardista plegado a la revolución, usado de manera que excede a la de un estilo y tendencia literarios: gracias en buena parte a que la acogida a los escritores vanguardistas no se hizo desde la sección literaria (la LITO) del comisariado de Ilustración -en que el predominio del Proletkult y su demanda de “arte comprensible a las masas” era absoluto-, sino desde la sección de arte visual del mismo comisariado, la IZO. El año 1923 Mayakovsky ya es reconocido, después de varios pasos en falso y públicas dudas sobre las acciones del naciente poder soviético, como el poeta más representativo de la intelectualidad partidaria, y Osip Brik es ya un crítico de arte de primera línea, alternando sus labores estéticas con su posición de funcionario conocido e influyente de la GPU.

El futurismo de la revista LEF es, tras lo dicho, la revelación de las posibilidades de un movimiento de vanguardia literaria de más o menos 12 años de existencia, asumiendo un canal hacia posiciones que se revelan como análogas con el constructivismo, el productivismo y la punta de lanza de los estudios literarios que constituía la escuela formalista; el futurismo es reconocible, entonces, a través y después de LEF como una praxis compleja para la cual todo el desarrollo prerrevolucionario parece un concienzudo prólogo. Apuntando a esto y mirando retrospectivamente, la revista se esforzará en reconstituir la historia de la vanguardia para hacer calzar sus posiciones con las realidades ideológicas de la construcción del socialismo: al fin de cuentas, ¿no resultan análogos su afán de destrucción de un orden en pos de la constitución de uno nuevo, el materialismo que apela a los elementos en la composición de una realidad nueva e inaudita más que a principios que existan en el pasado, la tradición u “otro lugar”? ¿Y es que no había actuado también Lenin adaptando un pensamiento y una voluntad de origen europeo a necesidades propias de comprensión y conciencia nacional, tal como ellos habían hallado a nivel local nuevos horizontes para una vanguardia artística europea que a menudo se quedaba en el deseo anárquico o el rechazo vacío a las academias? ¿Es que el ansia de total hegemonía política no es análoga al ansia de total hegemonía estética? ¿Y es que no era el burgués biempensante y ansioso de calmo y gradual progreso de la sociedad hacia objetivos idealistas el enemigo de Mayakovsky en sus poemas tanto como el de Lenin en sus polémicas con el menchevismo?

LEF se preocupará de esto asumiendo una permanente justificación de la acción de la vanguardia estética de manera retrospectiva, en el mismo sentido en que un régimen como el soviético ganaba junto con el control espacial y cuantitativo, territorial y productivo, la posibilidad de ganar la lucha ideológica en el terreno temporal, rehaciendo su propia memoria historia. Este pliegue, que en su eficiencia constructiva no puede denominarse como una falsificación, sino como una reconstitución, no puede sino instalar una nueva densidad en la lectura que, más allá de la revisión de los hechos en un sentido objetual, significó el planteamiento de una nueva conciencia del difícil empalme entre desarrollo artístico y dialéctica histórica. Este apocalipsis, en sentido propio, no podía terminar sino en el callejón sin salida de la contradicción del compromiso: la aplicabilidad de los productos materiales y la efectividad funcional del mensaje en literatura no podían dejar de aparecer como más que válidas soluciones ante el vaciamiento teórico del arte y la literatura en ausencia de su destinatario tradicional: el burgués preocupado de manera restringida en su propio byt y su progreso individual. Para la nueva clase que accede en masa como un nuevo horizonte de demanda, el nuevo arte ya no podía ocupar la misma función y lugar que el futurismo y, quizás, ni siquiera el del realismo socialista que ya se ve venir desde la “factografía” que Tretyakov tomaría como estandarte en los últimos números de LEF.

LEF cierra sus puertas en 1929 sin resolver el dilema de la relación del arte con este recién nacido destinatario, precisamente porque nació para resolverlo y llegó a plantearlo en toda su hondura, siendo así precursora del generalizado declive de las vanguardias estéticas de la primera mitad del siglo ante la exigencia de un presente digno y humano por parte de un mundo que olvidaría a la vuelta de unos años su posibilidad de futuro entre el Gulag, Auschwitz y Hiroshima.    

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